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El derecho a leer – Richard Stallman

Hoy una peticion en la lista de LSPM me ha recordado este articulo, que rescato del baul de los recuerdos con la intencion de que aquellos que no saben a que nos puede llevar el canon digital se espabilen un poco

Este artí­culo fue publicado en el número de Febrero de 1997 de Communications of the ACM (Volumen 40, Número 2). (de «El camino a Tycho», una colección de artí­culos sobre los antecedentes de la Revolucion Lunar, publicado en Luna City en 2096)

Para Dan Halbert el camino hacia Tycho comenzó en la universidad, cuando Lissa Lenz le pidió prestado su ordenador. El suyo se habí­a estropeado, y a menos que pudiese usar otro suspenderí­a el proyecto de fin de trimestre. No habí­a nadie a quien se atreverí­a a pedí­rselo, excepto Dan.
Esto puso a Dan en un dilema. Tení­a que ayudarla, pero si le prestaba su ordenador ella podrí­a leer sus libros. Dejando de lado el riesgo de ir a la cárcel durante muchos años por dejar a otra persona leer sus libros, la simple idea le sorprendió al principio. Como todo el mundo, habí­a aprendido desde la escuela que compartir libros era malo, algo que solo un pirata harí­a.

Además, no habí­a muchas posibilidades de que la SPA (Software Protection Authority), no lo descubriese. En sus clases de programación habí­a aprendido que cada libro tení­a un control de copyright que informaba de cuando y donde se estaba leyendo, y quien lo leí­a, a la oficina central de licencias. (Usaban esta información para descubrir piratas, pero también para vender perfiles personales a otras compañí­as). La próxima vez que su ordenador se conectase a la red la oficina central de licencias lo descubrirí­a todo. í‰l, como propietario del ordenador, recibirí­a el castigo mas duro, por no tomar las medidas adecuadas para evitar el delito.

Lissa no pretendí­a necesariamente leer sus libros. Probablemente lo único que ella necesitaba era escribir su proyecto. Pero Dan sabí­a que ella provení­a de una familia de clase media, que a duras penas se podí­a permitir pagar la matrí­cula, y no digamos las tasas de lectura. Leer sus libros podí­a ser la única forma en que ella podrí­a terminar la carrera. Entendí­a la situación; él mismo habí­a pedido un préstamo para pagar por los artí­culos de investigación que leí­a. (El 10% de ese dinero iba a parar a los autores de los artí­culos, y como Dan pretendí­a hacer carrera en la universidad, esperaba que sus artí­culos de investigación, en caso de ser citados frecuentemente, le darí­an los suficientes beneficios como para pagar el crédito).
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